Por José Manuel Casero Ruiz
El 8 de julio de 2022 tuve el honor de asistir representando al Ilustre Colegio Oficial de Gestores Administrativos de Málaga y Melilla al Acto de Graduación de los alumnos que habían cursado sus estudios en el curso 2021/22 de la Facultad de Comercio y Gestión de la UMA (Universidad de Málaga). Un marco espectacular, como era el Salón de Actos ubicado en el edificio del Complejo de Estudios Sociales y Comercio, albergó una emotiva ceremonia, dirigí unas palabras a los jóvenes graduados.
Les hablé de la profesión de gestor administrativo, animándoles a emprenderla como salida laboral tras felicitarles por su ansiada graduación. Como quiera que mi padre, Manolo Casero Vilaret, algunos de los compañeros veteranos que lean este ejemplar aún le recordarán, fundó su despacho profesional en 1965, despacho que actualmente regento, les comenté también que esta profesión es la que me ha alimentado en cuerpo y espíritu desde el momento en que fui concebido.
No me resisto a contar una anécdota, algo que me pasó aquella tarde. En el acto, yo llevaba en la solapa de la chaqueta la insignia dorada del escudo de la profesión, que en su momento me regaló mi padre. Al finalizar, quedé con mi familia para cenar en un restaurante y, para reducir los efectos del calor de julio, me quité la chaqueta y la colgué de mi antebrazo en el trayecto del restaurante al coche a la vuelta de la cena. Allí me di cuenta de que la insignia ya no estaba en la solapa de la chaqueta, era de noche y pensé que sería imposible encontrarla, me había quedado sin un objeto con un doble valor sentimental enorme.
A la mañana siguiente, sábado, con la luz del día, no sé si por cabezonería o por aplicación del principio “labor improbus omnia vincit” a otros ámbitos de la vida me decidí a intentar buscar la insignia en el mismo sitio donde pensaba que se había perdido. Tras algunos minutos de paciencia y atención, vi en el suelo dos pequeños objetos que brillaban, la insignia y el gancho de sujeción que se había partido. La había encontrado.
Este año conmemoramos noventa años de la promulgación del Decreto que aprobó el Reglamento de la profesión de Gestor Administrativo. En las oficinas y organismos oficiales ante los que hemos trabajado para resolver los problemas que a lo largo de los años nuestros clientes nos fueron encomendando han colgado sucesivamente los retratos de Niceto Alcalá Zamora, bajo cuya presidencia se promulgó la disposición, Manuel Azaña, Francisco Franco, Juan Carlos I y Felipe VI, personalidades y personajes de la Historia de muy diversos perfiles sobre los que quienes habitamos este país, los administrados, hemos vertido diversas opiniones.
El ejercicio de nuestra profesión ha discurrido entre una república, un régimen dictatorial autoritario y una monarquía parlamentaria, hemos sido puestos a prueba en las más diversas formas de gobierno de un país. Es más, en nuestra actual democracia, la regulación de la organización administrativa del Estado ha visto transcendentales variaciones con la descentralización autonómica y con el ingreso en las instituciones europeas. En todos ellos ahí estábamos los gestores administrativos velando por los intereses de los ciudadanos, ayudando como hiciera San Cayetano de Thienne en el siglo XVI cuando fundó un monte de piedad, embrión del Banco de Nápoles para que el pueblo tuviese alguna alternativa a los usureros.
En noventa años de convergencias y desencuentros con las administraciones las historias y vicisitudes que han marcado estas relaciones son innumerables.
Los compañeros más veteranos me hablaban de los despachos con altos cargos con los que te convenía no presentar discrepancias aunque te arrojaran a la cara un expediente incompleto so pena de que te soltaran aquello de “mire, usted no sabe con quién está hablando”. Eran tiempos en los que las solicitudes y recursos debían guardar unas fórmulas de lenguaje cuasi medieval, con sus súplicas y deseos de larga vida a aquellas ilustrísimas excelencias, por supuesto gravados con la consiguiente póliza obligatoria, allí estábamos nosotros, los gestores administrativos.
Otras veces, ya en democracia, tuvimos que padecer la espera a que el auxiliar de turno regresase de su sagrado desayuno para registrar los documentos, pero allí estábamos nosotros pacientemente, los gestores administrativos. Con unas y otras características sí podemos decir que teníamos delante a personas, puesto que había alguien al otro lado de la ventanilla con quien discutir desacuerdos y que con el trato podías llegar a desarrollar cierta afinidad.
El sistema de la Administración, teóricamente pensado para el bien común de la ciudadanía, adolece según mi entender de una desconfianza hacia los mismos administrados, privando la concepción hobbesiana de la humanidad y, en el caso particular español, lastrada por el carácter latino y acentuada por la arraigada picaresca. Pero si desde que se instauró la democracia, los poderes del Estado emanan del pueblo, esos poderes y su ejecución podrían estar viciados de los mismos defectos lupinos hacia los administrados, puesto que quienes ejercen esos poderes, proceden de la misma manada. Esa partida de lobos contra lobos es desigual, por eso la parte más débil, paradójicamente aquella por cuyos intereses comunes vela la Administración, necesita de alguna defensa ante la maraña legal y administrativa, ahí está nuestro sitio, en esa defensa.
Las generalizaciones son injustas, pero tenemos que preguntarnos por qué hay cuerpos de la Administración que gozan del respeto y la admiración de la ciudadanía, Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, personal docente o sanitario, científicos, y sin embargo otros como la Justicia, Seguridad Social y la Administración General obtienen cuotas de desaprobación cuando se publica alguna encuesta. Un 25% de las quejas según el informe de actividad de los Ministerios publicado en el Portal de Transparencia van contra la Seguridad Social, y los ratios de reacción (acciones de mejoras emprendidas para corregir las quejas) del 0,04% según publicaba el diario “El Mundo” el 10 de junio de 2023.
La situación actual me lleva a recordar cuando a finales de los ochenta, en un programa de televisión que alcanzó gran notoriedad, el dramaturgo Fernando Arrabal proclamó con bastantes copas de más que el milenarismo había llegado, yo bajo los efectos de un botellín de agua con gas afirmo que la IA se ha metido en nuestras vidas. No se le pueden pone puertas al campo, los bots, los algoritmos, como en su momento aconteció con los ordenadores e internet pueden ser valiosas herramientas que faciliten el trabajo y la organización de las administraciones, pero en ningún momento éstas, con la excusa que se abrió a causa del COVID 19 cuando se nos cerraron las oficinas de atención, deberían deshumanizarse al vertiginoso ritmo al que lo está haciendo, quién sabe si cómplices de los intereses de aquellos que especulan jugando a la ruleta de colorines de la Agenda 2030.
Cuando la máquina es incontrolable para el ciudadano, si la administración no sabe, no puede o no quiere que la inteligencia artificial acabe con el administrado, debería permitirnos a los gestores administrativos, que sí tenemos el conocimiento acumulado suficiente, la potestad de ser esos mecánicos que sepan manejar la máquina. A los que en su momento vieron “2001, Una odisea en el espacio”, o reaccionamos o HAL 9000 volverá a matar al Dr. Frank Poole.
¿Y qué nos depara el futuro? No me atrevo a dar pronóstico alguno, pero sí a contar algo que recuerdo, vuelvo de nuevo al pasado, de una aseveración intemporal. Cuándo era un niño vivía con frecuencia las llamadas telefónicas, las reuniones, a veces en casa, de mi padre con compañeros de profesión. Un día, con inocencia infantil, le pregunté si todos esos señores le hacían la competencia. Me contestó que no tenía que preocuparme por eso, que había trabajo para todos, que además de ser gestores administrativos eran también sus amigos y que entre todos se ayudaban, debo añadir que ese fue uno de los más preciosos legados de mi padre, la amistad con esas personas que afortunadamente aún perdura con los que siguen entre nosotros, y la amistad que con el tiempo me ha ido enriqueciendo con los compañeros con los que he tratado.
Pero sobre todo, me dijo que cuantos más compañeros tuviera y más unidos estuvieran, más fuertes serían para conseguir los objetivos marcados por la profesión.
Por los noventa años pasados y por todos los que vendrán.